Se rompe la puerta del
autobús y nos paramos en un pueblo desconocido en el medio de
colinas plantadas de olivos y alcornoques, esperando que alguien
venga a arreglarla. Se está empezando a
hacer de día, el sol está cubierto de blanco entre las nubes. Una
ligera lluvia desciende sobre los pequeños naranjos cargados de
frutas a lo largo de las aceras.
Junto con A., R. de S.
estamos volviendo a Almerìa. Se supone que el curso de formación
para nuevos voluntarios del EVS nos ha enseñado a comprender quiénes
somos y qué estamos haciendo. El gesto más bello lo hizo la
coordinadora de Políticas de Juventud de Huelva: en frente de un
grupo de 25 jóvenes de toda Europa, con hambre de nuevas
experiencias y un montón de expectativas, que eligieron ser
voluntarios en un país extranjero, simplemente hace una reverencia.
Mientras esperamos que
el mecánico viniera a reparar la puerta, pienso en cómo todas las
desventuras de este viaje de regreso lo están convirtiendo en una
aventura. Mientras que S., el chico francés, evidentemente con otro
punto de vista, suspira «Oh putain!».
Al menos otras ocho
horas pasan cuando el puerto del barrio de Pescaderia de Almería
aparece de repente. La sensación de familiaridad me recuerda que
esta ciudad, que conozco desde hace algunas semanas,será casa
durante los próximos meses. Es una sensación nueva y siento la
necesidad de subir al punto más alto para despejar mis ideas: sin la
visión general no puedo entender dónde estoy. Al lado de las ruinas
de la fortaleza árabe de la Alcazaba, en el pico más alto, la
estatua de San Cristóbal domina la ciudad, como para marcar un
pasaje secular de religión, historia y cultura.
Con la mirada intento
encontrar la casa azul de la Guajira en las calles del casco
histórico, donde todo sigue como de costumbre: los niños gritando
en las calles, las puertas de las casas están abiertas para permitir
entrar un poco de luz y dejan entrever una multitud de historias
escondidas en las sombras, historias desconocidas, pero que se
volverán importantes más adelante.